28 febrero 2001

Otra vez el prohibicionismo

Hipólito nos ha dado permiso para publicar este artículo sobre la histeria anti alcohol que se ha desatado últimamente. Su sentido común contrasta con las chorradas de tanto gacetillero descerebrado

Leo en la prensa que según la OMS, el alcohol es responsable del 25 % de las muertes entre los jóvenes. A raíz de esta información, la ministra de sanidad del gobierno central, secundada por el conseller de Sanitat de la Generalitat de Catalunya, anuncian que presentarán leyes a sus respectivos parlamentos para impedir que jóvenes menores de 18 años consuman cualquier tipo de bebida alcohólica. Hasta ahora los que tienen 16 y 17 años sí pueden consumir cerveza y vino. Perece que esto se va a acabar.


Analicemos con más detalle las razones en las que se apoya esta nueva medida represiva.


La estadística del 25 % de muertes entre jóvenes se refiere a edades de entre 15 y 29 años. Por otra parte, la inmensa mayoría de las muertes se deben a accidentes de tráfico, provocados claro está por conductores mayores de edad, esto es con un mínimo de 18 años.

Para acabar de arreglar el asunto, resulta que este 25 % de muertes a causa del alcohol se refiere a una media mundial. En la Europa Comunitaria esta estadística bajaría al 10,5 %. En España esta cifra es más baja todavía.

Así es que los países del Este de Europa son los que más tiran de la estadística hacia arriba. ¿Por qué el consumo y las muertes de jóvenes es mucho mayor en los países del Este de Europa comparado con los de la cuenca Mediterránea?.

Se me ocurren dos explicaciones.

La primera es que en los países mediterráneos, donde el vino es barato, abundante y su consumo tiene una tradición milenaria, el alcohol está socializado: los adolescentes aprenden a beber alcohol con moderación por que empiezan a hacerlo con sus padres, en las comidas.

La segunda explicación es que los países del este de Europa han experimentado una hecatombe social tras la caída del comunismo. La pobreza y la desesperanza
entre la población general, y la adolescente en particular, les lleva a evadirse a través de la botella.

Dentro de la Europa Comunitaria, resulta que los países nórdicos de tradición protestante y especialmente rigurosos con el tema del alcohol, son los que
tienen cifras intermedias entre los del este y los mediterráneos. Así es que basándonos en una estadística que no les es aplicable, vamos a prohibir a los más jóvenes la posibilidad de beber cerveza o vino. Naturalmente esto no servirá para nada bueno. Quizás como ha pasado en anteriores ocasiones, esto añada un componente de morbo al colocón, en este caso de alcohol. Los jóvenes adolescentes de entre 16 y 17 años tendrán una razón de peso para beber no ya cerveza, sino directamente licores fuertes, y más adictivos, que puedan esconderse mejor. Auguro un gran éxito en la venta de petacas. Quizás se trata de educarlos para que se vayan acostumbrando a vivir en una sociedad de prohibiciones arbitrarias.

Para mí esto desenmascara a las políticas prohibicionistas. Parece que el objetivo, una vez más, es lavar la conciencia colectiva: nuestros representantes políticos se inventan un problema para mostrar que se hace algo para solucionarlo. Algo perfectamente inútil y arbitrario.

Para ilustras la noticia, Antena 3 mostraba el otro día unas imágenes terribles de jóvenes (de los que no se podía distinguir si tenían 17, 18 o 19 años) tambaleándose, borrachos como cubas. Los medios de comunicación de masas, en manos de las élites dirigentes, siguen los principios del ministro de propaganda nazi Goebbels: reúne 10.000 personas en defensa de lo que sea, y yo haré que parezcan un millón.

No sé, no sé. Esto no puede traer nada bueno.


07 febrero 2001

Traffic: A medio gas

Traffic: una oportunidad perdidaDentro de poco llegará a nuestras pantallas "Traffic", película de Steven Soderbergh ("Sexo, mentiras y Cintas de Vídeo") que ha causado una verdadera conmoción en EEUU por ser la primera producción de una Major en la que se cuestiona la eficacia de la guerra contra las drogas.

Este artículo del redactor jefe de Reason Magazine -publicación perteneciente a la corriente ultraliberal de la derecha norteamericana que tiene poco que ver con su periódico homónimo en castellano- no entra en la calidad cinematográfica de la película, ni en la interpretación, ni en la labor del director, sino que ataca su fondo ideológico. Nick Gillespie se lamenta de que Steven Soderbergh haya cuestionado los métodos y los resultados, pero sin tocar para nada la base moralista en la que se fundamenta la prohibición. Pero si Soderbergh ha caído en la tentación de lo edificante, la película tendrá sin duda la virtud de provocar en nuestro país un debate tan animado como el que ha suscitado en los EEUU. Todos sabemos que a las autoridades sanitario/policiales no les gustan nada los debates, así que bienvenida sea.

EL PASO Nº 13

Incluso algunos oponentes de la guerra contra las drogas se tragan sus mentiras.
¿Cómo es que las películas ostensiblemente favorables a las drogas son incapaces de mostrar lo bueno o de presentar el uso de drogas como algo distinto a la depravación? Cuando “Trainspotting” llegó a las pantallas norteamericanas en 1996, la controvertida historia de un grupo de yonquis escoceses vino precedida por una tormentosa polémica sobre su supuesta descripción positiva y libre de consecuencias del uso de drogas. En tertulias televisivas nocturnas y editoriales periodísticos se cacareaba sin parar sobre su mensaje “irresponsable” y se expresaba preocupación por su probable efecto negativo sobre la juventud estadounidense. La expectativa de una película sobre drogas que no siguiera al pie de la letra las consignas moralizantes al uso, fue mi razón principal para querer verla. Pero -ay!- “Trainspotting” me decepcionó, aunque fuera un drama convincente, muy divertido y perturbador en algunos momentos.

Sin duda era todo eso, pero también participaba de una larga tradición en la que se equipara uso de drogas con adicción y se destacan los aspectos más miserables de la cultura de las drogas: En una secuencia de la película, un personaje se zambulle en un repugnante retrete en busca de un supositorio para quitarse el mono; en otra, un bebé muere a causa de la negligencia de sus padres toxicómanos.

Aunque era de agradecer que la película no abundara en la clásica moraleja de “¡Eh, chavales, no hagáis esto en casa!”, era notable su incompetencia a la hora de reflejar las experiencias generalmente positivas con el uso de drogas ilegales por parte de la mayoría de la gente. Tampoco hacía más fácil la opción legalizadora. En realidad, su morosa delectación en el lado oscuro del uso de drogas y su énfasis en el potencial de estas para la violencia, el crimen y la destrucción, reforzaban la mentalidad prohibicionista.

Lo mismo ocurre con “Traffic”, la nueva película de Steven Soderbergh, que ha sido calificada como “una devastadora mirada sobre la inútil e hipócrita guerra contra las drogas emprendida por nuestra nación” (por citar una de tantas críticas favorables). Aunque la película constituye un ataque vasto y generalmente eficaz a la guerra contra las drogas en su forma actual e hiper militarizada, también recicla algunos mitos histéricos sobre el uso de drogas que podrían haber sido sacados de algún viejo episodio de “Dragnet”.

Lanzada a finales de diciembre en Nueva York y Los Angeles, y a principios de enero en el resto de la nación, “Traffic” ha obtenido una enorme respuesta por parte de la crítica, consiguiendo el aplauso del American Film Institute como una de las películas más sobresalientes del año 2000, y el premio a la mejor película del New York Film Critics Circle; más recientemente, consiguió hacerse con dos Globos de Oro.

La película también ha funcionado en taquilla, recaudando más de 21 millones de dólares en su primera semana de exhibición a nivel nacional. J. Hoberman escribe con aprobación en el Village Voice “Ejemplar realismo social Hollywoodiense”. Está en lo cierto. Aunque muy bien interpretada y fotografiada, la película es en gran medida la clásica obra “con mensaje”.

O lo que es lo mismo, una película repleta de tópicos que acaban por minar su eficacia al transmitir el mensaje de que, como todos los protagonistas dicen en un momento u otro de su metraje, la guerra contra las drogas es un colosal despilfarro de dinero, tiempo y vidas humanas que nunca conseguirá su objetivo de erradicar el uso de estas sustancias. Pero incluso si “Traffic” pretende la condena de quienes diseñan y ponen en práctica nuestra errática política antidroga – el lema de la película podría ser “más tratamiento y menos policía”-, continúa mostrando las drogas ilegales como sustancias que esclavizan y roban el alma, y su uso como un sendero inevitable hacia la desesperación y la degradación.

Así pues, y siendo la primera película de gran presupuesto que cuestiona la guerra contra las drogas y la última de una larga serie que demoniza su uso, “Traffic” es a un tiempo “un soplo de aire fresco y una bocanada de histeria”, en palabras de su editor asociado, Jesse Walker. Está claro que sólo en un contexto de histeria institucionalizada sobre las drogas ilegales –sólo en un mundo en el que el máximo responsable antidroga despilfarra el presupuesto en guiones de series televisivas, en el que programas de demostrada ineficacia como D.A.R.E. llevan a agentes de policía a las aulas, en el que esta misma policía detiene a más de un millón de norteamericanos cada año por posesión, y en el que decenas de miles de condenados por delitos no violentos languidecen en las prisiones federales y estatales- una película como esta puede disponer de alguna capacidad de conmover a crítica y público.

A medida que “Traffic” se desarrolla a lo largo de dos horas y media, observamos una intersección de personajes, situaciones e ideas que ya nos resultan familiares de otras películas del género: militares y policías corruptos mejicanos a sueldo de los grandes traficantes; funcionarios gubernamentales norteamericanos, estúpidos y fanfarrones, que malinterpretan seriamente la situación, para más tarde –demasiado tarde- reconocer el error producto de su arrogancia; agentes de la DEA en conflicto por lo que reconocen como una misión imposible; narcotraficantes despiadados que se han enriquecido escandalosamente con su negocio y que adoptan la fachada de honrados hombres de negocios aunque sigan ordenando el asesinato de cualquiera que se oponga a sus propósitos; y la noción de que las drogas ilegales forman parte de “una indestructible ley del mercado”, la verdadera apoteosis del capitalismo consumista que, en sí mismo parece sacar la peor clase de codicia de la gente.

El impulso hacia el realismo social en “Traffic” alcanza su culminación en la parte de la trama relacionada con el juez Robert Wakefield (Michael Douglas), un juez conservador de Cincinatti, Ohio, que es nombrado director de la lucha antidroga. En cuanto se mete en un avión con destino a Washington D.C. para reunirse con su nuevo jefe a fin de discutir la estrategia de interdicción, su hija Carolina –privilegiada, brillante- se ve arrastrada por un torbellino de drogadicción y degradación sexual en el más puro estilo “Reefer Madness”.

Poco antes, la vemos con varios compañeros de clase de su selecto colegio privado, aún vestidos con sus uniformes, fumando porros para pasar la tarde en casa de uno de ellos. Muy pronto, un compañero de clase –irónicamente interpretado por uno de los protagonistas del show de la Fox “That’s 70s”, la única serie de una de las grandes cadenas que se atreve a admitir que fumar porros puede ser divertido-, inicia a una muy dispuesta Caroline a los placeres de fumar base de coca.

El enganche es inmediato. La vemos fumando constantemente y acompañando a su amigo en sus viajes al ghetto para pillar material (y lo que es más, cuando está colocada siempre está dispuesta a mantener relaciones sexuales).

Cuando uno de sus compañeros tiene una sobredosis, los padres de Caroline la inscriben en un tratamiento de doce pasos, pero escapa a la primera oportunidad y se va derechita a ver a su camello. Vende su cuerpo a cambio de drogas y comienza a inyectarse en vena. Sólo al final, en la penúltima escena de la película, la vemos redimida; cuando se dirige a un público de adictos como ella en un centro de rehabilitación.

Si uno sospechara que esta subtrama ridícula en su exageración ha sido introducida en la película para que esta pueda llegar a filmarse, estaría libre de toda culpa. Los jefes de los estudios son famosos por su cobardía, y es fácil imaginarles deseosos de introducir algún mensaje antidroga prefabricado para contrarrestar el resto de la película. Sin embargo, Soderbergh se ha referido repetidamente en las entrevistas al uso de drogas como una cuestión “sanitaria” y de “salud pública”, al mismo tiempo.

Así que no resulta sorprendente que Caroline, en calidad de única representante del uso habitual de drogas en la película, perpetúe el estereotipo de “adicción instantánea” que justificaría, si no la guerra contra las drogas en su forma actual, la prohibición o la fuerte restricción de todas las sustancias, desde la marihuana hasta la heroína, pasando por el LSD.

Por supuesto que “Traffic” abunda continuamente en la noción de que el uso de drogas es un grito de ayuda –en un momento dado, Caroline confiesa estar “furiosa” contra el mundo-, más que un pasatiempo disfrutable; o de que el uso de drogas destruye la voluntad del usuario, en lugar de reflejarla; o de que todo uso de drogas es, por definición, abuso.

Estas son las creencias que en última instancia justifican la guerra contra las drogas: después de todo, si las drogas ilegales son tan poderosas que tienen la capacidad de convertir a las chicas de buena familia en putas desesperadas de la noche a la mañana, entonces la sociedad debe exigir que tales sustancias sean puestas fuera de la circulación. Si ni siquiera los más privilegiados pueden controlar su uso de drogas, ¿cómo podríamos hacerlo los demás?.

Pero como veremos, nos encontramos ante una falacia.

Después de todo, las drogas ilegales gozan de una disponibilidad plena, incluso en el caso de los adolescentes –como afirma uno de los personajes de “Traffic”, es más fácil para los chavales pillar drogas que alcohol-, y un estudio de la Rand Corporation mostró que las leyes de un país desempeñan un papel relativamente escaso en la decisión de usar drogas.

Sin embargo, las drogas siguen siendo una tentación para un pequeño porcentaje de la población estadounidense. Según datos del propio gobierno extraídos de la Encuesta Domiciliaria sobre Abuso de Drogas (National Household Survey on Drug Abuse) de 1998, sólo el 6% de los encuestados de 12 años de edad en adelante admitieron haber utilizado “alguna droga ilegal” durante el mes previo a la encuesta, una cifra que ha permanecido relativamente constante a lo largo de la pasada década.

Abundando en el tema, a pesar de la noción popular que equipara el uso casual o recreativo con la drogadicción, los datos del gobierno proporcionan una imagen muy diferente, aunque previsible. El uso de drogas aumenta desde el final de la adolescencia hasta la primera edad adulta antes de caer en picado. Basándonos en las cifras de 1998, cerca de un 10% de los encuestados de 12 a 17 años de edad informaron del uso de “alguna droga ilegal” (en la mayoría de los casos, marihuana) durante el mes anterior. El porcentaje sube al 16% para la franja de edad entre los 18 y los 25 años; el 7 % para la que va de los 26 a los 34 años; el 3 % para los de 35 o más años.

Aunque los porcentajes globales han cambiado de año en año (y han caído en picado desde hace 20 años), la pauta básica de uso juvenil que da paso a la sobriedad adulta se mantiene invariable, corroborando algo que los usuarios lúdicos de drogas sabemos desde hace tiempo: la inmensa mayoría de la gente que decide usar drogas va reduciendo su consumo a medida que madura, trabaja, adquiere responsabilidades, etc. No es sorprendente que se dé la misma pauta en el consumo excesivo de alcohol –definido como “beber cinco o más copas en una misma sesión, al menos en cinco o más ocasiones durante los treinta días anteriores”.

Lejos de estar dominados por las drogas, somos la inmensa mayoría de nosotros quienes controlamos su uso. Como en el caso del alcohol, nuestra principal motivación para tomar drogas es el disfrute, no la autodestrucción.

Aunque artefactos culturales como “Traffic” sean incapaces de reconocerlo, no digamos de reflejarlo, el uso responsable de drogas existe, y no es la excepción, sino la regla . Incluso la heroína, famosa por sus supuestas propiedades adictivas, no convierte a sus usuarios en zombies. Si bien no existen cifras concluyentes a este respecto, un estudio de 1976, ampliamente citado, mostró que sólo un 10% de los usuarios de heroína podían ser clasificados como adictos.

No es un asunto baladí. El apoyo popular del que ha gozado durante tanto tiempo la guerra contra las drogas –y su coste anual de 37.000 millones de dólares, a nivel local, estatal y federal- está empezando a resquebrajarse.

La respuesta positiva que ha obtenido “Traffic” es un reflejo de esta situación, así como la facilidad con la que son aprobadas las iniciativas locales a favor del uso médico de la marihuana, sin olvidar la determinación de la que hacen gala políticos como el Gobernador de Nuevo Méjico, Gary Johnson, o los miembros del Black Caucus al criticar abiertamente la política sobre drogas.

El debate sobre las drogas está alcanzando claramente un punto de inflexión.

Pero terminar con la versión actual de la guerra contra las drogas, con su énfasis en la interdicción, la labor policial y el encarcelamiento, no es lo mismo que legalizar las drogas o acabar con la prohibición. Este supuesto todavía está pendiente de una película equivalente a “Traffic”, y es necesaria. Quizás hoy más que nunca.

Nick Gillespie es redactor jefe de Reason Magazine

06 febrero 2001

Si a alguien le queda alguna duda de que la lucha contra el lavado de dinero es una farsa apenas disimulada, este artículo de EL PAIS le debería abrir los ojos.
Los mayores beneficiarios del narcotráfico no son los señores de la guerra de ojos rasgados, ni los cetrinos potentados del Cártel de Sinaloa. Los que se llevan la mayor parte de las ganancias son blancos, anglosajones y protestantes, y muy respetables, eso sí. ¿Acaso hay alguien más respetable que un banquero?

El Senado denuncia el 'lavado' de 90 billones en bancos de EE UU
ENRIC GONZÁLEZ, Nueva York
Los bancos estadounidenses siguen siendo una gran máquina de lavar dinero.

Hasta medio billón de dólares (casi 90 billones de pesetas) procedentes del narcotráfico, fraudes fiscales y apuestas clandestinas pasan anualmente por la gran banca de EE UU, sin que se haga casi nada por evitarlo, según un informe del Subcomité Permanente de Investigaciones del Senado, publicado ayer por un grupo de senadores demócratas.

La lucha contra el blanqueo de dinero fue una de las prioridades del presidente Bill Clinton, especialmente después de que en agosto de 1999 se descubriera que el Bank of New York había permitido la circulación a través de sus oficinas de 7.000 millones de dólares procedentes de organizaciones vinculadas a las mafias rusas. Pero ni la mayoría republicana del Congreso ni los bancos mostraron demasiado entusiasmo por secundar a Clinton en su cruzada contra el dinero sucio.

"Nuestros bancos parecen dormidos ante el fenómeno o, aún peor, no les importa que ocurra", comentó el senador demócrata Carl Levin. El informe propone que se prohíban o se restrinjan de forma muy severa las cuentas de corresponsales, por las que los bancos de Estados Unidos actúan en nombre de entidades extranjeras sin presencia en el país.

El Hanover Bank, propiedad de un ciudadano irlandés y domiciliado en el bufete de un abogado de la isla caribeña de Antigua, pudo abrir por esta vía cuentas en los mayores bancos de Manhattan y Chicago e introducir grandes sumas de dinero fraudulento. Lo mismo ocurrió con el American International Bank, también de Antigua, o el British Trade & Commerce Bank, de Dominica. El Senado estudió las actividades de estos supuestos bancos, carentes incluso de contabilidad, y constató que no eran más que un membrete que permitía a sus clientes depositar el dinero en entidades estadounidenses y convertirlo automáticamente en fondos "legales", y, por tanto, en una parte significativa de la actividad financiera en Wall Street.

La reacción de los bancos

"No hacen falta nuevas leyes o nuevas prohibiciones", afirmó John Byrne, miembro de la Asociación de Banqueros Americanos, al conocerse el informe de los senadores. "Sí tenemos que vigilar más, de acuerdo, pero en ese caso", añadió Byrne, "el Gobierno tiene la obligación de decirnos con qué bancos y con qué países debemos ser especialmente cautelosos".

Por su parte, el Gobierno de George W. Bush parece no tener definido qué hará con este tema reflotado por los senadores demócratas. El secretario del Tesoro de la nueva Administración, Paul O'Neill, ha preferido no opinar por ahora sobre si la lucha contra el blanqueo de dinero, que se suma a los temas calientes heredados de la reciente Administración de Clinton, seguirá siendo una prioridad del actual Gobierno.